viernes, 25 de noviembre de 2005

Mis hermanos




Recordar es vivir dos veces, y me gusta tener a mano los recuerdos de mi niñez, de mi adolescencia, para, de vez en cuando, sumergirme en ellos en busca de dulces melancolías, de momentos felices donde todo era tan sencillo como escuchar la voz de mi madre tratando de despertarnos para acudir al colegio a mis hermanos y a mí, en el frío invierno de Guadalajara, aún no levantado el día, acudiendo literalmente "forrados" de camisetas, jerseys y abrigo, amordazados hasta las orejas con las bufandas y aquellos horribles pasamontañas que nos obligaba a ponernos, manoplas y leotardos de lana. Tan sencillo como cuando nos mandaban a dormir al son de la familia telerín.

Subía la cuesta del colegio Niña María de las Adoratrices con mi hermana Marisol de la mano, porque era tres años más pequeña, y me convertía en su protectora, hasta llegar al patio del colegio. Allí nuestros caminos se separaban porque yo pertenecía a otro mundo, el de las mayores, y ella, párvula aún, no podía penetrar en él.

¡Cuántas veces protesté! porque mamá me obligaba a llevármela cuando quedaba con mis amigas, y la miraba como un fastidioso lastre desde mi perspectiva "adulta" de tan sólo tres años más. ¡Cómo me gustaría ahora, estar muchas más veces juntas!.

Con los años, ella se convirtió en mi mejor amiga, confidente, compañera incluso de sarampiones y anginas, que pasábamos ineludiblemente juntas, en nuestro cuarto de dos camas con colchas de cuadros escoceses, rodeadas de muñecas, jugando, fíjate tú, ¡a las amigas!, inventando historias de novios imaginarios, contando cómo íríamos vestidas a las citas de aquellos novios que, aún, no habían hecho aparición en nuestras vidas.

Con Pablo, Polín como le llamaba yo, la diferencia de edad era más grande, siete años, y, por tanto, mi papel era o debía ser casi de sustituta de mamá cuando ella no estaba, cosa que aprovechaba, dicho sea de paso, para hacerles algunas diabluras como decirles con voz cavernosa y poniendo caras "de miedo" que... ¡yo no era su hermana!, sino una bruja disfrazada que estaba allí para... y casi nunca podía terminar la frase porque los dos salían corriendo despavoridos en medio de gritos desesperados que acababan cuando yo rompía a reir.

A Pablo le gustaba poco dar besos, y, el pobre, en medio de tres mujeres, se veía a veces desbordado de carantoñas y mimos que, muchas veces, nos costaban pequeñas compensaciones, como prometerle alguna golosina si se dejaba achuchar y dar besitos.

¡Mis hermanos!, ahora cada uno en un lugar de España, y, como cordón que nos une, papá y mamá, dos puntos de encuentro en uno, su casa. Cuando estamos todos juntos, ya no somos sólo los cinco de la familia, sino que somos más, cada uno con su vida llena, cada uno con su propia familia. Echo tanto de menos aquellas sobremesas hablando los cinco, o jugar después de comer, en las vacaciones de Navidad al palé, al risk, a cualquier juego de mesa. Añoro tanto los largos e interminables viajes en el viejo seiscientos de papá cantando canciones, jugando a las adivinanzas, parando a comer en el camino, la tortilla que mamá preparaba, o como cosa especial, hacerlo en algún restaurante de carretera.

Pero, cuando la melancolía me asalta, y las añoranzas me envuelven, me sumerjo en ese vivir dos veces de los recuerdos, y, procuro sacar de su arcón la fotografía en blanco y negro del ayer, grabada en mi memoria, y ponerle el color del hoy, teñirla de la alegría de que, aunque lejos, ellos siguen siendo mis hermanos y todos, junto con los que han venido después, formamos una gran familia. Marisol, Pablo...os quiero!

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