miércoles, 23 de junio de 2010

¡ABAJO LA TIBIEZA!



A medida que me voy haciendo mayor me doy cuenta de que estoy perdiendo la tibieza, sí, noto como se aleja de mi esa actitud de indiferencia y desapego, de no mostrar ni frío ni calor no dejando traslucir si me parece blanco o negro aquello que se discute en determinadas situaciones de la vida, sobre todo en reuniones sociales en las que, haciendo un alarde de diplomacia que la mayoría de nosotros ha puesto alguna vez en práctica y que, a mi modo de ver, no es otra cosa que hipocresía redomada, una hipocresía aceptada socialmente, nos anestesiamos con ella frente a la verdad, no la verdad absoluta, sino tu verdad, la que tú crees. Pues sí, como decía, creo que la tibieza en mí está pasando a mejor vida.

Se pierde demasiado tiempo en intentar circunloquios imposibles, dar rodeos que no llevan a ninguna parte o en poner parches de palabras para no decir lo que uno piensa realmente y, aunque todo esto es necesario en muchas ocasiones, como en aquéllas en las que nuestra sinceridad pueda herir de manera gratuita e innecesaria y sea mejor tener una postura ecléctica por el bien de la amistad, de la vecindad, de la reunión, o de lo que narices se trate, el impulso de decir lo que realmente pienso, se apodera de mí, como he dicho, a medida que me voy haciendo mayor.

Y voy a empezar ahora, diciendo que me ha encantado que en la boda de Victoria de Suecia y Daniel Westling, la Infanta Elena huyera de la tibieza general, que pareció apoderarse de las invitadas a la boda, se alejara de los vaporosos tules y gasas y rechazara los colores pastel, desdibujados y sosos pero, eso sí, muy elegantes en opinión de los comentaristas de estilismo, y eligiera el fucsia con forma de “capote de torear” para su vestido, con torera y complementos goyescos, al igual que en el vestido de la fiesta de la noche anterior, muy españoles ambos.

A mí esta Infanta me gusta cada día más; hay que tener narices para llevar el toreo, aunque sea simbólicamente hablando, a los países nórdicos, tan alejados de nuestra cultura y tradiciones, me gusta, sin duda, porque al verla, en esa mezcla de look kitsch y souvenir de Spain is different, nadie tendría la menor duda de qué país procedía, y a mí eso, qué os voy a contar, ¡me gusta!, será porque, como ya he dicho, con la edad me va gustando menos la tibieza y me parece bien ir de lo que se es, apoyar lo que uno cree y estar con lo que se quiere.

Elena, la española, la misma que lloró emocionada, sin importarle si las cámaras la cogían o no, cuando su hermano, abanderado él en las Olimpiadas de Barcelona ’92, desfilaba al frente del equipo español, tal y como hubiéramos hecho todas las hermanas que tenemos hermanos pequeños si les hubiéramos visto en esas circunstancias. Elena no es tibia, ni mucho menos, ya sea con pamelas enormes que recuerdan lámparas, ya sea con mantilla o estampados difíciles, Elena es ella misma, con estilo personal. Elena, no nos vamos a engañar, no es guapa y, sin embargo, sus extravagancias y osadías en el vestir, junto con un buen tipo, lejos de los sacos de huesos a los que nos tienen acostumbrados las revistas, la hacen una mujer atractiva.

No quiero decir que no se haya tenido que someter, por exigencias del guión y del buen nombre de la Casa, a posar y callar, sonreír y aguantar, pero, es la más natural de la Casa Real, no creo que hubiéramos escuchado nunca de sus labios el día de su boda algo como: “¡Es todo tan hermoso!”, frase tan etérea, vacía, sin chicha y tan de color “maquillaje”, que a Elena no le pega nada.

Creo que mi abanderada en esta guerra contra la tibieza que emprendo hoy, será la Infanta Elena.

¡Bien por la Infanta Elena y abajo la tibieza!

lunes, 14 de junio de 2010

LA DANZA DEL TIEMPO


La semana pasada he tenido un Curso en Madrid y, a pesar de que siempre me gusta volver a mis orígenes, ya que soy madrileña, a pesar también del paisaje urbanita que me sume en ese anonimato que es sinónimo de libertad, a pesar de todo eso, cada vez que retorno a esta pequeña capital de provincia donde resido, Badajoz, vengo con la convicción renovada de que la fortuna, a veces, o quizás siempre, se convierte en tiempo y es el oro del que se va enriqueciendo la vida.

El tiempo para vivirlo, moldearlo a nuestra manera, regalarlo a los que quieres; el tiempo para ralentizarlo en imágenes y recuerdos, el tiempo para grabarlo en el corazón y en la cabeza; tiempo del alma que espera que se realicen sus sueños, tiempo que bate sus alas y levanta el vuelo, un vuelo sin retorno. El tiempo que atesoras como dueña y señora de cada segundo con el que forma sus horas, el tiempo, incluso, para perderlo a tu antojo.

Porque en Madrid, como en cualquier capital grande, ese tiempo se llena de pasos ejecutando idas y venidas que se cruzan rápidas y anónimas en las calles, pasos acompasados todos, bailando al ritmo de semáforos y cláxones. Es una gigantesca puesta en escena de una danza futurista donde los que venimos de pacíficos remansos provincianos parece que llevamos el paso cambiado.

A fuerza de entrenamiento, uno acaba por acompasar su paso al del resto de bailarines, yo justo he cogido el ritmo cuando tenía que volver a mi ciudad.

Siempre que vuelvo a casa el primer impacto es la sensación de quietud y silencio, aqui está el tiempo adormecido, sesteando en el calor del hogar, esperándome. Me pregunto qué hago con ese regalo diario que me da la vida y del que tomo conciencia cada vez que regreso, en qué invierto el oro descubierto, por enésima vez, bajo la losa pesada de una ceguera constante, de una búsqueda sin pausa de motivos o razones por las que quejarme, incluso, de la falta de ese mismo tiempo.

Solamente hace falta volver la cabeza, abrir los ojos, cambiar por unos días tu vida, para tener la perspectiva suficiente y descubrir lo que poseemos, todo aquello que la cotidianeidad no nos deja ver. Y es que vivimos tan obsesionados pensando en lo que nos falta que no podemos apreciar y valorar en su justa medida aquello que ya tenemos.

martes, 1 de junio de 2010

¿POR QUÉ JURÉ BANDERA?



La Ley 39/1981 de fecha 28 de octubre, que regula el uso de la Bandera Nacional y en artículo 1º dice: "La Bandera de España simboliza la nación, es signo de soberanía, independencia, unidad e integridad de la patria y representa los valores superiores expresados en la Constitución".


El sábado participé en la Jura de Bandera del Personal Civil en un acto que se celebró con motivo del Día de las Fuerzas Armadas en mi ciudad, Badajoz.

Ha habido amigos que me han preguntado el por qué de mi decisión de jurar Bandera y, aunque siempre he tenido claras las razones por las cuales quería hacerlo, debo confesar que en el momento de tomar la Bandera en mi mano y acercarla a mis labios para besarla, todas esas razones se transformaron en sentimientos, sensaciones y recuerdos.

Se agolparon imágenes en mi mente, episodios de mi vida y de los míos, según iba andando hacia donde estaba la Bandera, según iba viendo sus brillantes colores rojo y gualda, y al final he comprendido que no hay razón alguna que yo pueda alegar que se iguale con esa emoción y ese sentimiento que me embargó, con ese temblor que recorrió mi cuerpo, con la lágrima que tímida se asomó a mis ojos y que yo, haciéndome la fuerte, trataba de contener sin éxito.

Tengo razones personales para amarla, siempre unida a mi infancia, presente siempre cuando veía desfilar a mi padre erguido, gallardo y con paso marcial, siempre de los primeros, ya fuera en directo o por televisión, y mi madre nos decía: “Ahí va papá”, y para mí era un héroe, alto, grande, invencible y admirado, que se hacía cotidiano, querido y cercano en cuanto llegaba a casa y se quitaba el uniforme.

Tengo razones para llevarla en el corazón porque forma parte también de mis recuerdos festivos en el pueblo de mi madre, colgando en balcones y ventanas, acompañando el paso de la Patrona, la Virgen de la Vega, cada 8 de septiembre. Y tengo otras muchas razones personales que no viene al caso comentar, pero que están ahí y estaban en el momento de besarla.

Tengo razones, que son de todos, cuando lleva con sus colores a España fuera de nuestras fronteras, y envuelve nuestra alegría que es la alegría del triunfo de los nuestros, y todos nos hacemos parte de esos triunfos, ya sean deportivos, ya sean de otra índole.

Tengo razones para honrarla y respetarla, porque también arropa a nuestros muertos, y entonces el rojo y gualda se vuelven dolor y silencio de muerte que acompaña el retorno de sus hijos a la tierra.

Comprendo que haya quienes no compartan ni mis razones ni mis sentimientos. Los símbolos no se aman por lo que son, sino por lo que representan, no se besa la tela, sino lo que encierran sus colores, la identidad de un pueblo con una Historia común, con una geografía y tradición comunes.

Me alegra haber tomado la decisión de participar y jurar la Bandera el sábado pasado porque, como Unamuno, digo: "¡Pues sí, soy española, española de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio”

Y añado… y me encanta serlo, porque amo a España hasta cuando me duele.




Imagen: LA IMAGEN NO ES MUY BUENA, SE VE YA DE VUELTA, SOY LA DE BLANCO,QUE ESTÁ JUNTO A LA BANDERA, ABAJO, POR SI NO SE ME RECONOCE :)