
A medida que me voy haciendo mayor me doy cuenta de que estoy perdiendo la tibieza, sí, noto como se aleja de mi esa actitud de indiferencia y desapego, de no mostrar ni frío ni calor no dejando traslucir si me parece blanco o negro aquello que se discute en determinadas situaciones de la vida, sobre todo en reuniones sociales en las que, haciendo un alarde de diplomacia que la mayoría de nosotros ha puesto alguna vez en práctica y que, a mi modo de ver, no es otra cosa que hipocresía redomada, una hipocresía aceptada socialmente, nos anestesiamos con ella frente a la verdad, no la verdad absoluta, sino tu verdad, la que tú crees. Pues sí, como decía, creo que la tibieza en mí está pasando a mejor vida.
Se pierde demasiado tiempo en intentar circunloquios imposibles, dar rodeos que no llevan a ninguna parte o en poner parches de palabras para no decir lo que uno piensa realmente y, aunque todo esto es necesario en muchas ocasiones, como en aquéllas en las que nuestra sinceridad pueda herir de manera gratuita e innecesaria y sea mejor tener una postura ecléctica por el bien de la amistad, de la vecindad, de la reunión, o de lo que narices se trate, el impulso de decir lo que realmente pienso, se apodera de mí, como he dicho, a medida que me voy haciendo mayor.
Y voy a empezar ahora, diciendo que me ha encantado que en la boda de Victoria de Suecia y Daniel Westling, la Infanta Elena huyera de la tibieza general, que pareció apoderarse de las invitadas a la boda, se alejara de los vaporosos tules y gasas y rechazara los colores pastel, desdibujados y sosos pero, eso sí, muy elegantes en opinión de los comentaristas de estilismo, y eligiera el fucsia con forma de “capote de torear” para su vestido, con torera y complementos goyescos, al igual que en el vestido de la fiesta de la noche anterior, muy españoles ambos.
A mí esta Infanta me gusta cada día más; hay que tener narices para llevar el toreo, aunque sea simbólicamente hablando, a los países nórdicos, tan alejados de nuestra cultura y tradiciones, me gusta, sin duda, porque al verla, en esa mezcla de look kitsch y souvenir de Spain is different, nadie tendría la menor duda de qué país procedía, y a mí eso, qué os voy a contar, ¡me gusta!, será porque, como ya he dicho, con la edad me va gustando menos la tibieza y me parece bien ir de lo que se es, apoyar lo que uno cree y estar con lo que se quiere.
Elena, la española, la misma que lloró emocionada, sin importarle si las cámaras la cogían o no, cuando su hermano, abanderado él en las Olimpiadas de Barcelona ’92, desfilaba al frente del equipo español, tal y como hubiéramos hecho todas las hermanas que tenemos hermanos pequeños si les hubiéramos visto en esas circunstancias. Elena no es tibia, ni mucho menos, ya sea con pamelas enormes que recuerdan lámparas, ya sea con mantilla o estampados difíciles, Elena es ella misma, con estilo personal. Elena, no nos vamos a engañar, no es guapa y, sin embargo, sus extravagancias y osadías en el vestir, junto con un buen tipo, lejos de los sacos de huesos a los que nos tienen acostumbrados las revistas, la hacen una mujer atractiva.
No quiero decir que no se haya tenido que someter, por exigencias del guión y del buen nombre de la Casa, a posar y callar, sonreír y aguantar, pero, es la más natural de la Casa Real, no creo que hubiéramos escuchado nunca de sus labios el día de su boda algo como: “¡Es todo tan hermoso!”, frase tan etérea, vacía, sin chicha y tan de color “maquillaje”, que a Elena no le pega nada.
Creo que mi abanderada en esta guerra contra la tibieza que emprendo hoy, será la Infanta Elena.
¡Bien por la Infanta Elena y abajo la tibieza!