
Si alguien me preguntara en qué momento ha comenzado mi hijo de 12 años a experimentar los cambios que están teniendo lugar en su persona y que, me temo, se deben a que la adolescencia ha hecho ya acto de presencia, o si me preguntaran cómo he percibido yo esos cambios, diría sin dudar que me han bastado dos indicadores claves, a saber: higiene y vestimenta.
Empezaré por la vestimenta, sin olvidarme del peinado que también es importante. Durante años el chándal ha sido prácticamente su uniforme diario y, además, le ha importado poco si era de una u otra marca con tal de que no tuviera ningún dibujito ni figura que indujera al error de pensar que también valía para chicas; por supuesto, ninguno era de color rosa o violeta que, de manera machista, decía que eran colores para niñas.
Este uniforme deportivo era acompañado por un peinado ad hoc: una hermosa cresta que dividía la cabeza en dos y se alzaba tiesa y engominada como un muro de la vergüenza (para mí, que la odiaba).
Las costumbres de mi hijo en cuestión de higiene han sido, por decirlo de algún modo, bastante relajadas, es decir, le importaba bastante poco llevar un lamparón en el pantalón, que su camiseta favorita se cayera de vieja, ponerse los calcetines del día anterior, u oler a queso de cabrales, con lo cual, me he visto obligada durante mucho tiempo a someterle a una vigilancia estrecha en la que mi pituitaria ha jugado un papel importantísimo, prácticamente le tenía que obligar a que se duchara... hasta ahora. Ahora, no sólo no tengo que obligarle, sino que se levanta mucho más temprano que de costumbre para tener tiempo de sobra que emplear en la ducha, acicalamiento en general y del pelo en particular, porque también ha cambiado, lógicamente, el peinado.
De aquel niño de chándal y cresta tiesa, por cierto bastante hortera, todo hay que decirlo, apenas queda nada. Hoy, el que se levanta temprano para ducharse porque si lo hace antes de acostarse el pelo no le queda como él quiere (tipo Napoleón, sin raya definida, con un flequillo que se enrosca en la cabeza y apenas deja ver sus ojos), se me ha vuelto pijo, y no sé qué condena es peor, porque si antes renegaba de su atavío pelín macarrilla, ahora me ha caído la maldición de las marcas como una pesada carga difícil de llevar.
Eso de que desde los calcetines hasta el jersey, pasando por los calzoncillos, cinturones, zapatillas, polos y hasta las gorras, tengan que ser de una determinada marca, es una cruz que ¡para nada! pienso llevar, aún a mi pesar, gasta todo el dinero que recibe de sus abuelos, tíos, etc.. en aumentar el ajuar plusmarquista que va atesorando en su armario donde, por cierto, por narices tiene que pasar una ramificación del triángulo de las Bermudas porque, inexplicablemente, cada cierto tiempo, se extravía alguna prenda que no pertenece a la “época pija” pero que yo le recomiendo encarecidamente que use “porque está nueva y te vale todavía”.
Me pregunto si esto será ya la famosa “edad del pavo”, porque entonces estoy perdida, tanta contradicción va a acabar conmigo. Por Dios, ¡¡si hasta se ha comprado un jersey de rombos donde predomina el color rosa!! que, junto al peinado napoleónico hacen que me recuerde irremediablemente a los componentes de “Amo a Laura” y lo que es peor, que eche de menos al simpático macarrilla de la cresta tiesa ¡¡Socorroooo!!