Recuerdo que, siendo
niña, me quejaba continuamente porque no me gustaba la comida e
intentaba dejarla en el plato, o me dolía de mi misma porque no
tenía nada que ponerme ya siendo adolescente; Decía esto con
terribles lagrimones que salían directamente de mi alma, herida de
presunción y vanidad, al contemplar desolada aquel armario lleno
de ropa de niña ñoña y ni siquiera un guiño a la modernidad de la
minifalda o a los tops que enseñaban el ombligo. Mi madre, que hoy
he comprendido era una santa, por aquél entonces, sin embargo, yo
tachaba de dura de corazón e indolente, ¡no me “comprendía”!
siempre me espetaba la misma frase: ¡Cuántos habrá que no tienen
nada que comer, ni que ponerse! ¡Pues, jolines, que vengan a casa
a por todo!, pensaba yo, y a veces, en la inconsciente rebeldía de
la edad, incluso me atrevía a decirlo en voz alta, exponiéndome a
aquellos castigos que los padres de antes sí sabían ponerte, y no
los que imponemos nosotros ahora a nuestros hijos que son light
totalmente.
Aquélla niña que era
yo, aún no había salido de esa nube de la infancia-adolescencia,
que entonces me parecía terrible, y en la que creía estaría
instalada toda la vida, viéndola como una cárcel de la cual no
podría escapar en busca de mi ansiada libertad, hasta el día en
que llegara a la meta. Una meta que pareciome siempre lejana, y
luego pude ver que duraba lo que dura un suspiro.
Aquella meta imaginaria,
que acariciaba con placer y cierta obsesión, era llegar cuanto antes
a la edad de los 19 años. No me preguntéis por qué, esa era una
edad que a mi me parecía entonces, desde la perspectiva de mis 15
años, la madurez dorada, el nirvana de los años, paraíso de la
edad, en la que según mis pobres cálculos, yo me convertiría en
una maravillosa mujer que se parecería a una de mis mitos de entonces, Farrah Fawcett Majors, la de los Angeles de Charlie, con la melena llena de mechas, con formas, sin granos, independiente, rica,
por supuesto, con un vestidor lleno de minifaldas y tops (que no es
un invento de ahora) con largas hileras de pantalones acampanados
(éstos no se llevan, lo sé, pero hacían furor) y con un novio ¡con
moto!, eso sí, porque la moto era también un objeto de deseo,
idolatrado e idealizado, ya fuera para mí, ya para mi príncipe
soñado, que me vendría a buscar a la puerta de mi trabajo con su
melena al viento (porque entonces el pelo largo en los chicos era
moderno y los cascos para motos no eran obligatorios), cuando yo
fuera Secretaria (otra meta que me parecía “lo más”), después
de ir a la peluquería a darme mechas (otro invento, éste debo
confesar que terrible y que, sin embargo, anhelaba).
En la actualidad no tengo
moto, ni mechas, ni minifaldas, pero sí que alcancé otras
cosas…..un novio que, además, luego fue marido, y más tarde
“ex”, fui secretaria antes que funcionaria, tengo la ropa que
quiero, demasiada, en el armario, y me como toda la comida ¡más de
lo que debería!. Ah! Y tengo 19 años…….¡¡dos veces!! y aún
me sobran unos cuantos años más.
Me considero una santa,
como mi madre, en esa regla no escrita de “pórtate y así se
portarán”, porque la vida me ha regalado dos especímenes tal y
como yo era, a mi imagen y semejanza, es decir, un hijo y una hija
que en su adolescencia se alimentaban prácticamente de pasta, arroz
y filetes con patatas, y siempre se quejaban de que no tenían nada
que ponerse.
Muchas veces me pregunto
si la vida no es una repetición de si misma, si tendrán cierto
paralelismo las cosas vividas: Mis deseos de ayer, con esas otras
“ansiadas” metas que me fijo cada día hoy, y quizás, en un
futuro, contemplemos éstas como ridículas conquistas perseguidas
con denuedo. Alcanzaré algunas, lo sé, otras se me quedarán en el
camino y muchas las iré yo aparcando después de ver la
imposibilidad de obtenerlas. Pero he llegado a la conclusión que sin
todas esas metas, la vida no tendría sentido. Hay un cabo suelto,
algo que hoy veo de una manera muy distinta y que sigue dándose,
repitiéndose dolorosamente, para vergüenza de nuestra generación,
y es que sigue habiendo personas sin nada que comer ni que ponerse, y
lo que es peor aún, sin un lugar donde cobijarse.
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ResponderEliminarUn artículo estupendo y un blog fantástico.
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