
Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias.
.- John Locke
Amigos, hoy me he puesto a reflexionar sobre la felicidad, ¿por qué?, me preguntaréis, la razón es que me sentía tranquila hoy, en paz, con un bienestar que inundaba mi alma de una manera apacible, como una brisa suave, ligera y me he preguntado si esto que siento, es lo que se entiende por felicidad.
¿Cuántas veces nombramos la felicidad en conversaciones con amigos, compañeros, con la familia?. Esa palabreja que parece encerrar el secreto de una vida sin problemas, plena de bienestar, a la que todos queremos llegar y que perseguimos durante nuestra vida como una meta a alcanzar. Panacea para los reveses, sinsabores y sufrimientos que se nos cruzan en el camino.
Tengo la sensación de que la felicidad es como el aire, cuando nos falta, cuando tenemos alguna de esas cosas que nos hacen infelices, que nos ahogan y asfixian con sus dedos invisibles atenazando nuestro corazón, nos acordamos de ella, la sentimos lejana, inalcanzable y, muchas veces, cuando se nos viene encima el peso de las cosas, pensamos que nunca podremos ser felices. Pero también, como el aire que respiramos, cuando la tenemos, cuando estamos inmersos en momentos felices, no tenemos consciencia de lo afortunados que somos, como dicen en Andalucía, ¡no le echamos cuenta!.
Afortunadamente, cuando pensamos, en momentos bajos y negativos, que nunca seremos felices, nos equivocamos de cabo a rabo, porque siempre hay una ráfaga, una luz, un momento, en el que nos damos cuenta que hasta los acontecimientos más duros, aquello que tanto nos ha dolido y nos duele, lo que nos hace sentirnos mal, también pasa a un segundo plano, aunque esté siempre presente en casos especiales, especialmente dolorosos, aunque se queden dentro de nosotros formando parte de nuestro equipaje vital, pierden protagonismo con el tiempo.
No quiere decir que nuestra mente traicione unos sentimientos que son naturales hacia acontecimientos puntuales de nuestra vida y los olvide por el hecho de que son dolorosos, pero el tiempo, aunque sea un tópico, va curando ese dolor como un bálsamo que sólo puede actuar cuando nosotros mismos estamos dispuestos a curarnos, es como si le dijéramos: Ven, cúrame, para seguir viviendo, sintiendo, para poder reconocer todos los momentos que están esperando hacerme feliz.
Quizás nuestra equivocación, respecto a la felicidad, es pensar que ésta es un estado permanente que debemos alcanzar, porque según todos los entendidos en estos temas y, probablemente, según nuestra propia experiencia, la felicidad aparece y desaparece de nuestras vidas al igual que tras una tormenta sale el sol, huele a tierra mojada y el aire aparece más limpio.
Puede haber quien no sepa nunca reconocerla cuando aparece, o que la busque en lugares equivocados, quienes crean que se encuentra en aquello que nos viene de fuera únicamente o quienes se instalen en un hedonismo egoísta que excluya a los demás como receptores y emisores de felicidad, al mismo tiempo.
He aprendido que ser feliz es un ejercicio que hay que practicar diariamente, intentando ver ese rayito de luz que lucha por abrirse paso entre los nubarrones, ese instante mágico en el que una sonrisa te está diciendo sin palabras que eres importante para alguien, en el café que tomo con una amiga donde compartimos confidencias, en el abrazo espontáneo de mis hijos, en el te quiero que suena al otro lado del hilo telefónico, un momento feliz.
Porque la suma de todos y cada uno de esos instantes hacen que no haya un solo día en el que la vida no me regale la felicidad a trocitos, porciones que me ayudan a crecer, como los quesitos de El Caserío, y forman un gran círculo donde no hay principio ni final, donde todo es importante.