
La vecina de al lado tiene obras en su casa y, aunque pudiera parecer que voy a utilizar esta entrada para dejar constancia de mi desesperación por los ruidos y molestias que esto puede ocasionar en los que vivimos al lado, nada más lejos de la realidad, acaso, debo confesar, porque el horario de los albañiles coincide con el mío de trabajo y estoy muy lejos de la primera línea de fuego. Aunque no sé si debería decir afortunadamente, juzgad vosotros.
Ayer cuando salía para trabajar y aprovechando que ella tenía la puerta abierta, la saludé y estuvimos charlando un rato, me dijo que esperaba a los albañiles, al oír esto, interiormente, la compadecí y pensé que menudo coñazo se le venía encima a la pobre, las obras son una maldición, le dije, cuando, unos minutos después, se abrió la puerta del ascensor y aparecieron cuatro fornidos hombretones de entre 25 y 35 años, que me dejaron con la boca abierta y con los ojos también abiertos como platos.
Dos eran unas réplicas casi exactas de Darek, el famoso Darek de Ana Obregón, sí, hombre, el que está tan macizo, ¡uf!. Los otros, más en la línea mediterránea, no se quedaban atrás en cuanto a sex appeal se refiere. No sé si lo dije en alto, pero desde luego, un “¡madre mía!”, admirativo, resonó como un eco dentro de mí. Miré a mi vecina y ella se me quedó sonriendo, como si supiera lo que estaba yo pensando en lo más recóndito de mi mente, y dijo simplemente: “Sí, lo sé”.
Ellos, muy correctos, dijeron unos buenos días con acento extranjero, mientras mi vecina les dijo que pasaran; cuando hubieron pasado al interior de la vivienda, me comentó que eran tres polacos y uno argentino, antes de despedirse y cerrar la puerta en mis narices, yo, aún con la boca y ojos bien abiertos, rectifiqué mi pensamiento primero en que la compadecía, ahora la envidiaba.
No podía dejar de pensar que aquellos hombres con madera de modelos, mister o lo que quisieran, iban a estar en su casa durante días, semanas, quién sabe si meses, con aquellos músculos golpeando paredes y poniendo azulejos; incluso puede que el argentino cantara tangos con ese acento tan dulce, tan... ¡Madre mía!, se me vino a la cabeza la última vez que hice obras en mi casa...
Hará unos diez años y pico, mi hijo era un bebé y, recuerdo que después de mirar infinitud de presupuestos me decidí por una cuadrilla que me ofrecía garantías... ¡aún me pregunto por qué!
El día D en el que aquellos albañiles desembarcaron en mi casa armados hasta los dientes de espuertas, llanas, espátulas, cortafríos, cortadores de azulejos, y todo tipo de herramientas con las que, con el tiempo, llegué a familiarizarme, de entrada, invadieron el terreno, o sea, mi casa, y pidieron un sitio donde cambiarse de ropa.
Antes de todo eso, la avanzadilla, es decir el maestro de obras, un tal Mariano, que mediría 1, 60 raspando y lucía un cinturón multiusos donde llevaba colgada la cinta métrica, una especie de destornillador, también multiusos, y un teléfono móvil de aquéllos que eran como ladrillos, sería para hacer honor a la profesión, y que a mi me pareció que no necesitaba para nada, pues a la multitud de llamadas que recibía, me apuesto algo que más que un Secretario General, él respondía con unos gritos desmedidos que seguro le llegaban al interlocutor y a los habitantes de Canberra en Australia. Mariano me aseguró que iba a quedar contenta y que me garantizaba un trabajo bien hecho. (Debería haber grabado esas palabras)
Dado que la cuadrilla era un producto totalmente autóctono, españoles por los cuatro costados, no puedo decir que me sorprendiera nada su aspecto, barrigas cerveceras, bronceado agroman, estatura media, en fin, nada que ver con los albañiles de mi vecina.
Cuando se cambiaron para comenzar el trabajo, me di cuenta que el uniforme que usaba aquél escuadrón de combate estaba estudiado hasta el más mínimo detalle, todos llevaban camisetas de variados colores, alguna talla más pequeña de la que necesitaban, uno de ellos con una imagen del Ché Guevara que, por lo desgastada, debía haber usado desde que empezó en tan noble oficio. De éste siempre me sorprendía la habilidad para mantener el cigarro hasta que se convertía en una colilla chiquitísima pegado a los labios mientras era capaz de hablar a la vez, ¡inaudito!.
Pantalones vaqueros raídos, o de tela de mono azul, se complementaban con gorras, sí, gorras, a pesar de que yo en vivo en un piso con techo, y la obra era en octubre o noviembre, no recuerdo bien, y los rayos de sol que entraban por las ventanas no tenían ningún peligro de causar insolación, pero ellos llevaban gorras.
Uno de los operarios era amante de la copla y, para mi desgracia, sabía todo un repertorio variado con el que amenizaba las mañanas convencido de que cantaba como el propio Pepe Blanco. ¡Ay! Me ha venido a la cabeza el argentino cantando tangos sugerentes mientras pasa la llana o pone azulejos, qué suerte la de la vecina.
Tenía borrado de mi memoria aquel episodio que, además de sobrepasar el presupuesto inicial, me costó nervios, disgustos, discusiones con el tal Mariano y una constante tensión por la vigilancia estrecha que tuve que mantener cada vez que se ponía un elemento nuevo en la cocina o en los cuartos de baño, sobre todo, después de que instalaran el plato de ducha con tal precisión, que si no me doy cuenta, podemos ducharnos, sí, pero sin puerta en el cuarto de baño, ya que las medidas estaban tan mal tomadas que, una vez colocada la puerta, el plato impedía su apertura. Como estos desaguisados que cuento, se sucedieron tantos que, para mi salud mental, tuve que someterme a una amnesia inducida de todo lo que fuera la obra de mi casa. Hasta ahora no la había vuelto a recordar.
Claro que, ha pasado el tiempo, tal vez... estoy pensando que... ¡sí, voy a cerrar la terraza de mi dormitorio!, Le preguntaré a la vecina cuándo se quedan libres sus albañiles.